Alejandro Lorente, Berlín // VER FOTOS ::: DESPRESTIGE :::

En un día aciago de otoño un gobierno provinciano y chato dejó zozobrar frente a la costa de la muerte a un barco globalizado, patrañero y sucio. El todo y la parte de la mano contra la belleza y el futuro de las especies y del hombre. La Costa de la Muerte ya estaba hecha a todo tipo de vicisitudes y temporales. El hermoso bastidor de sus arrecifes ya había antaño ofrecido múltiples escenografías del absurdo: rompientes cargados de naranjas, latas de leche condensada utilizadas a modo de cal en cierta aldea, una sinfonía de maderos flotando a la intemperie atlántica... y tantos otros escenarios creados por un corredor indómito de 100.000 barcos al año. No hacía mucho érase una vez un desastre similar, pero controlado en el íntimo recodo de un puerto heróico, o protagonizado por unos bidones radioactivos portadores de cánceres y espasmos y olvidados por la filosofía de la causa y el efecto. A fin de cuentas, la Humanidad precisó de milenios para relacionar la cópula con el milagro de la vida. Los caciques de la modernidad arrimaron el hombro para no dejarse atosigar por el inicio de una nueva conciencia entre los pobladores de aquella Galicia golpeada y santa. Como en un ritual purificador del santuario y del peregrino, miles de voluntarios solidarios retomaron las labores de Sísifo, sólo que ya no con piedras rodando ladera abajo, sino en un interminable desenmascaramiento de lodo y chapapote. Mientras, el barco, relegado a un ostracismo abisal, seguía vomitando ráfagas de muerte a la costa de dos mares. Parecía que de la necesidad nació la virtud, de las tripas un corazón que palpitaba al unísono, o casi al únisono, y del desastre una mayor conciencia de la responsabilidad y el destino. Pero poco a poco fueron volviendo las aguas a sus cauces, ésta vez ennegrecidos, y la desidia tomo el relevo de la ira, y el olvido volvió a señorear por aquellos pazos. Queda, eso sí, el recuerdo y un precedente inolvidable.